/por Joan Santacana*/
Llevo mucho tiempo vinculado a la investigación y a la docencia;
quizás más de cuarenta años. Este tiempo me proporciona una cierta
perspectiva sobre el presente y el futuro inmediato. La investigación,
al igual que la docencia, son tareas apasionantes. Cuando son reales, te
absorben por completo y no hay forma de librar al cerebro de la
necesidad de pensar. El deseo de aprender, de descubrir, de investigar
se convierte a veces en obsesión. Esto ha sido siempre así y seguirá
siéndolo. El estimulo de investigar no suele ser proporcional con la
recompensa económica. Sin embargo, a pesar de ello, el investigador
actúa impulsivamente y no puede hacer otra cosa. Esta pasión por la
investigación la han conocido muchos y muchas científicos de las
generaciones pasadas.
Sin embargo, desde hace algunas décadas, la existencia de una
sociedad cada vez más compleja y
burocratizada en nuestro país, pero no
sólo en él, está transformando este mundo aparentemente plácido del
laboratorio, la biblioteca, el archivo y las aulas universitarias en un
autentico laberinto lleno de lodo. Los jóvenes investigadores de hoy
—mujeres y hombres altamente formados—, con una frecuencia cada vez más
acuciante, se ven forzados a sumergirse en un mundo kafkiano de
burócratas que les obligan a elaborar continuamente informes y
protocolos que nadie va a leer nunca; todo ello para poder investigar y
obtener al mismo tiempo mínimas pensiones alimenticias; cobrar sueldos
de miseria. Al papeleo dedican días y meses enteros: instancias,
acreditaciones, currículos, índices de citaciones, solicitudes de
proyectos, justificaciones económicas, códigos éticos, agencias de
calidad y certificados de conferencias, artículos y publicaciones.
Cuando superan estos obstáculos del laberinto, quizá consigan algunos
puñados de calderilla que caen de las opulentas mesas de la política,
de los negocios o de los grandes monopolios y bancos. Sus trabajos y sus
investigaciones han de ser presentados y publicados en revistas
llamadas científicas, de impacto, JCR y otras sandeces por el
estilo que nadie lee, pero que supuestamente les otorgan las
credenciales imprescindibles para sobrevivir en su mundo académico.
Ellos y ellas no son dueños de sus investigaciones. Las revistas, al menos casi todas las importantes,
pertenecen a oligopolios científicos ajenos a nuestros países; deciden
qué temas interesan y cuáles no. Por lo tanto, nuestra investigación a
menudo no puede dirigirse a lo que nos interesa sino lo que interesa a
otros. Otras revistas de ese tipo son —por desgracia— el resultado de
astutos cálculos de oportunidad por parte de sus promotores hasta que
logran situarse en el deseado cuartil que les permitirá evaluar a los demás.
Además, con frecuencia, estos jóvenes investigadores deberán pagar a
las editoriales respectivas para publicar estos artículos —que ellos
saben que nadie leerá, pero que les conferirán el pedigrí científico—,
de modo que un torrente de dinero de las depauperadas universidades
españolas engrosará las arcas de instituciones científicas extranjeras
que sí disponen de amplios recursos, dado que son ellos los que dominan
las publicaciones de impacto. Todo ello contribuye al
desarrollo de burbujas científicas que se retroalimentan entre sí, pero
que no siempre contribuyen a crear conocimiento, objetivo ultimo de la
investigación.
Y después de todo ello, será necesario a los jóvenes investigadores recorrer un largo viacrucis por el cursus honorum
universitario. El resultado es un colectivo maltratado, casi castrado,
que ha perdido la fe en la investigación; que se ha visto marchitar en
medio de la burocracia académica, mientras aquello que realmente les
apasionaba solo lo pueden desarrollar e investigar al margen de las
instituciones científicas, como una actividad de diletantes en sus horas
de ocio. Es entonces, en sus tiempos de ocio, cuando renace quizás la
pasión por investigar, por conocer, por escribir y por indagar.
Y ellas y ellos saben que más allá, en países no muy lejanos, las
universidades ofrecen facilidades para investigar o para enseñar. ¿Qué
se espera que hagan? ¿Cómo impedir que los mejores se vayan? Dice Plutarco en sus Vidas paralelas que el viejo Catón
se lamentaba de que «no podía ir bien un país en donde un pescado valía
más que un buey». Hoy podemos emular a Catón diciendo que no puede ir
bien un país en donde los que crean entretenimiento son mejor tratados,
considerados y pagados que los que generan conocimiento.
*Joan Santacana Mestre (Calafell,
1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una
referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e
interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de
investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y
divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus
trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento
fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa
Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de
numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación,
conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos
destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que
fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
Publicado en El Cuaderno.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
-
Las revoluciones son como el café: han de hacerse con agua hirviendo. José Martí El 9 de diciembre de 1824 se libro una batalla en ...
-
Aclaración: este es mi trabajo publicado en el Anuario de Investigaciones (año 2011) del Centro Cultural de la Cooperación "Floreal Go...
-
La historia insurgente es una propuesta surgida desde el Centro Nacional de Historia de la República Bolivariana de Venezuela. El profesor L...
No hay comentarios:
Publicar un comentario